Reseña 'La fiesta de la insignificancia' de Milan Kundera (Cortesía de Katy Haller Revista Arcadia)
En mis 20, leí a Milan Kundera con fervor. Después de los 30, lo evocaba con entusiasmo como a un autor definitivo en mi formación como lector hasta que leí El día de todas las almas, de Cees Nooteboom, hace cuatro años. Recuerdo que pensé: “Es como Kundera, pero bueno”. Ahora creo entender que lo que me fascinaba de Kundera –y lo que tal vez explica su éxito comercial en los ochenta y noventa– era la fantasía de una vida adulta de promiscuidad sexual sin consecuencias morales ni impactos emocionales en los personajes. Un rasgo común en todas sus novelas.
En La inmortalidad (1989), por ejemplo, Rubens, un marchante, se acuesta con muchas amantes en muchas ciudades. Nadie siente culpa, nunca son atrapados por sus parejas y de esas cópulas quedan las ocurrentes reflexiones del autor sobre el sexo, el sentido de la vida, la música y, cómo no, la inmortalidad. Porque otro de los artificios de Kundera ha sido siempre el carácter hiperbólico de los títulos de sus libros: La vida está en otra parte, La insoportable levedad del ser, La lentitud o La identidad.
En su más reciente novela, La fiesta de la insignificancia, cuatro viejos setentones tratan de reconciliarse con la insignificancia de sus vidas por medio del humor. Uno de ellos se inventa que tiene cáncer y se deleita con ello. Otro se hace pasar por un mesero paquistaní que trabaja para un francés, que en realidad es su amigazo, y en cada fiesta en la que los contratan hacen una pantomima en la que hablan en un urdú inventado. El cuarto es un “perdonazos” (que pide perdón por todo) que de niño fue abandonado por su mamá. Entrelazada con esta historia contemporánea que sucede en París, Kundera cuenta la historia de Kalinin, un áulico de Stalin que no podía contener la orina, y esto deleitaba al dictador: con crueldad, Stalin se explayaba en sus discursos solo para ver sufrir al pobre Kalinin. El nombre Köenigsberg (“la montaña del rey”), célebre por ser la cuna de Kant, debió darle paso al de Kaliningrado, un homenaje de Stalin al patético Kalinin. Así, el autor ilustra su idea principal: el triunfo de la insignificancia sobre la grandeza, algo que ya anunciaba en sus anteriores novelas. Al final de La fiesta de la insignificancia, la historia de los cuatro amigos viejos se cruza con la de Stalin –o la de un hombre disfrazado de Stalin– que se divierte desfigurando a tiros las estatuas de las reinas de Francia en los Jardines de Luxemburgo. Todo es divertido e insignificante, pero ¿no es el propósito de una novela proponer significados? O, ¿darle uno nuevo a algo que creíamos comprender? Fue el mismo Kundera el que nos recordó esto al afirmar en una famosa entrevista, en 1984: “Una novela que no revela un segmento hasta entonces desconocido de la existencia es inmoral”. Pues en esta última novela, Kundera señala, a través de sus personajes, una obviedad: que muchos de nuestros actos son mezquinos, banales e insignificantes (“La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento”). Tal vez Kundera tiene razón, pero el arte de la novela consiste, a mi parecer, en hacernos creer lo contrario. Por supuesto que no tengo nada en contra de escribir para divertirse y divertir al lector, pero esta novela corta resulta un epílogo triste para una obra que, si me lo preguntan, alcanzó con La ignorancia (2000) su punto más alto.